martes, 9 de octubre de 2007

Vicisitudes del Chubaquita y el seismo (Parte II)

Me metí por caseríos ajenos a mi imaginación, creo que estos lugares ni los podía ver imaginado cuando leí La guerra del fin del inmundo o El tambor de Hojarata; esto me llevó a la conclusión de que era cierta aquella premisa que dicta que la realidad supera a la ficción; en este caso, creo que la realidad se volvió o se quebró en ciencia ficción: atroz.

Caminando por aquellas embrolladas casas, viendo lo terrible de un terremoto inimaginable, sintiendo las replicas y las replicas de la gente que necesitaba ayuda y algo de salud. No pude negarme a ayudar a algunos que realmente querían la ayuda, mi lado humano (ustedes que saben que soy un mono humono, como diría César Pellejo) me decía que me quede, que socorra a las víctimas (lleve un curso con los Topos cuando dicté un seminario de Deconstrucción de cocinas a gas en Léxico D.F); así que decidí quedarme al menos un par de horas en ese caserío que hasta la fecha no se como se llama; solo recuerdo que sus casitas de adobe eran pequeños montículos con olor a desesperación.
Removí escombros, ayudé a la organización de algunas brigadas de emergencia espontáneas. Rápidamente escuchamos que alguien había visto en una casa a una familia que no pudo salir; nos dirigimos hacía allá; no había gente, mejor dicho había gente en los alrededores que no parecía gente. Sus caras completamente cubierta de tierra, eran aquellos que no habían tenido muchos percances; pero había otros que mostraban un color irreconocible para mi, la sangre combinada con la tierra y no sé que cosas, creaban una combinación medio lila plateada; algo que nunca imaginé.
Llegamos a la casa de la que nos hablaban, una vecina nos dijo que en esa casa vivían unas 6 personas. El trabajo, que primero fue a mano, se vio fortalecido cuando alguien nos alcanzo unas cinco palas y dos picos. Era desesperante, escuchábamos los gritos de las personas, eran gritos de alguien con vida, pero como si nos llamará desde el más allá. Días después me comentaron si no sentía un olor a muerte, les respondí que no, que no se sentía el olor a muerte; sino que se sentía a la muerte en nuestras espaldas.
Logramos sacar a una niña herida, la cabeza la tenía golpeada; una débil mesa la había salvado, ya que dos de sus cuatro patas se habían roto, formando un espacio en forma de triángulo que le había permitido estar casi bien. Se la llevaron; las fuerzas se incrementaron en todos debido a ese hecho, y comenzamos a trabajar con más ahínco.

Sin saber que las horas pasaban, sacando escombros y piedras, me percaté de que el sol ya se había venido. Dios, creo que tengo que marcharme, deje la lampa que tenía y me excusé diciendo que tenía que ir a otras zonas a ayudar. Con todo mi dolor, lo hice; pues los cuerpos salían de uno a uno y las lágrimas también.

Tiempo después me enteré de que había estado en un caserío llamado Tambonoto; pero mi mente nunca borrará aquellos momentos que viví. Si el psicoanálisis me pudiera ayudar en ello; pero mi psiquis psiqui me dice que no. Que si olvido mi vida, estaré condenado a repetirla.

Como eso de las 10: 30 llegué a Chincha, había caminado unas cinco horas entre tanta pista carcomida por el movimiento. Lo peor aún, era que en el camino avistaba muchas casas que pedían ayuda y la nula presencia de un automóvil que me pudiera jalar. Lo único que podía llevar a una persona en aquel momento eran los caballos, cuanto desee en ese momento no haberle vendido a mi potranca a Flavio Pizarro. Pero la vida es así, las cosas pasan cuando uno menos se lo imagina.

Ya en Chincha, el paisaje era aterrador, los gallinazos revoloteaban la zona en forma baja, mucha gente tirada en la parte frontal de sus casas esperando no sé qué; pero, creo, que algo. Pero siempre viendo gente en pleno movimiento, organizándose con palas, picos, cuerdas, todo lo que pudiera ayudar para sacar a gente enterrada entre los escombros. Cuando de repente lo vi, sí, era mi amigo de la cuadra Rodolfo Ynosdestroza. “Que haces acá”, “¡Qué, no lo sabes¡ estábamos con Galpes Roncheros en una tertulia literaria con la familia Valleambrosio cuando comenzó este Apocalipsis”. “Pero ¿cómo está la familia?”, “Por suerte bien, su casa no se derrumbo; pero están muy asustados todos”.
Lo deje buscando algo de agua, me decía, proféticamente, que este líquido vital iba a escasear tal y como sucedió en el terremoto del 70, cuando Yuargay desapareció del mapa.

Uno tiene un mapa mental que se construye por el tiempo, de este modo, no importa que estés con los ojos cerrados, tu mente te puede llevar a lugares conocidos por tu psique. Pero en Chincha, todo esto no funciono, las casa derrumbadas hacían imposible ubicarse, así, me pasé unas tres horas tratando de encontrar la casa en donde fui criado, me pude ubicar por la pequeña plazoleta que había en mi barrio, ya que esta no había sufrido daño alguno, tan solo se había caído al piso.

Divisé el lugar en donde debía de estar mi casa; pero lo que vi fueron un montón de montículos de escombros, una que otra pared a medio caer y a gente que se metía a esas casas tratando de salvar algo. Cuando empezó una réplica más, me dicen que en la noche hubo varias, pro que no sentí ni una por la ayuda.
Al suceder esto, la gente corrió a la pequeña plazuela cuando pude divisar a Raúl, uno de los pequeños de la familia con la que me había criado y al cual consideraba un hermano. Al verme lloró, me abrazó, yo hice lo mismo.

Raúl me contó que la familia estaba en la chacra que con suerte gatuna habían logrado salir a tiempo de la casa y que habían logrado levantar una pequeña choza con algunas esteras que tenían en la chacra. Me reconforté luego de escuchar esto, Raúl me llevó donde ellos y me quedé allí por un par de horas. Mi sentido común me decía que tenía que seguir ayudando, fui con Raúl y el primo Pepe a Chincha para ver que podíamos hacer y a tratar de conseguir algo de alimentos.

Toda la tarde y parte de la noche ayudamos a remover el inacabables escombro, a sacar más y más heridos y a llevarlos al, cada vez más, atiborrado hospital. Al caer la noche regresamos a la choza.
Aquello fue rutina en los tres días siguiente al terremoto, levantarse, ayudar, cosechar algo de la chacra para comer, hacer una olla común para los vecinos que se habían enterado que teníamos algo de comida y de seguridad, ya que se corría el rumor de que los presos fugados del penal estaban cerca de nuestro refugio saqueando todo lo que tuviera valor.

A la cuarta noche sucedió lo inevitable.

Una ráfaga de disparos m despertó, recuerdo que eran aproximadamente las cuatro de la mañana, cuando alguien comenzó a escuchar los disparos seguidos de gritos. Salí de la choza y vi a un grupo de 32 hombres que se venían para el lugar en donde estábamos. “¡Que es lo que quieren”, “Calla, hijo de puta o te meto un balazo”, “Es que no les basta que la naturaleza nos haya hecho esto y, encima, ustedes no quieren desgraciar más”.
El líder se acerco más, tenía una pistola en la mano. Hasta que pude verlo bien, lo reconocí. “¿Comanche? ¿Eres tú?”. “¡Qué! ¿Quién eres tú?... ¿Chuvaquita?... ¡¡¡Chuvaquita!!!” El susto pasó, Comanche me decía que el grupo estaba hambriento, que lo que más querían era comida, no dinero.

Nos acompañaron todo un día, le expliqué que la comida que teníamos era poco y que no sabíamos cuantos días nos iban a durar. Comanche aplacó la ira de los más psicópatas, acabamos almorzando juntos y tomando un par de botellas de pisco que uno de los bandoleros tenía.

Me quedé en Chincha una semana entera, las labores diarias me llamaban de Lima, les deje dinero para que soliviantaran sus gastos y les prometí que iba a mover todas mis influencias para reconstruir Chincha y Pisco.



……………………….


Ha pasado un mes del terremoto de Ica, ahora estoy sentado frente a una laptop en mi oficina. A mi lado, sin que se de cuenta escribo, está Favre gestionando la reconstrucción del Ica, yo, sencillamente, lo asesoró. No me pagan sueldo ninguno, lo hago por amor a Chicha, a Ica, a Ollantalandia.


Chuvaquita

17 de septiembre de 2007

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